Pensar las revoluciones desde el presente

Asamblea en la fábrica Putilov (1917). Imagen de Albert R. Williams (1883-1962)

Pensar las revoluciones desde el presente

Retazos de historia con memoria

Juan Mainer Baqué, profesor de Historia y miembro de Fedicaria

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“Marx dijo que las revoluciones son la locomotora de la historia mundial.

Tal vez las cosas se presenten de otra manera.

Puede ocurrir que las revoluciones

sean el acto por el cual la humanidad, que viaja en el tren,

tira del freno de emergencia

Walter Benjamin, Tesis sobre la filosofía de la Historia (1940)

I. Inscrito en una década crítica (1965-1975), el 68 fue un movimiento revolucionario que no sólo alcanzó al conjunto de los países más industrializados del Planeta sino que acertó a establecer referentes subversivos más allá del primer mundo, afectando a Estados con sistemas sociales y regímenes políticos muy diferentes. Hubo muchos «mayos». Se trató de un fenómeno revolucionario transnacional y global, localizado en grandes metrópolis y protagonizado fundamentalmente, aunque no sólo, por los jóvenes vástagos de unas (más o menos emergentes) clases medias surgidas tras años de crecimiento económico capitalista —en USA y Europa, la juventud del llamado baby boom que eclosionó en el contexto de los años que, con notable cinismo, han venido siendo calificados por la bienpensante historiografía occidentalista como los treinta gloriosos (1945-1975)—. Acaso el movimiento de la Universidad de Berkeley (1964-65) contra la guerra del Vietnam o el movimiento provo en Amsterdam (1966) abrieron el camino, pero Berlín, Atenas, Milán, Madrid, Barcelona, Varsovia, Praga o El Cairo, fueron tempranos focos de agitación estudiantil anteriores al mayo francés. Luego vinieron Río de Janeiro, Méjico D.F., Tokio… y, por supuesto, París. Con todo, la centralidad del movimiento del 68 parisino fue indiscutible, así como su singularidad: la conjunción, incompleta y conflictiva, del movimiento estudiantil y de la huelga obrera, constituyeron la profunda novedad que distinguió al 68 francés respecto de otros países.

Fueron las grandes mutaciones económicas, sociales y culturales que experimentaron principalmente las poblaciones de los países capitalistas desarrollados y del bloque socialista desde el final de la Segunda Guerra Mundial, las que contribuyeron a crear las condiciones de posibilidad que dieron pábulo y sentido a la intensa pero efímera oleada de movilización social que estalló en los años finales de la década de los sesenta por todo el Planeta. Y es que se trató de mutaciones tan profundas —la «muerte» del campesinado, la urbanización acelerada, la expansión de la alfabetización y de los sistemas escolares, la generalización del consumo de masas, la quiebra de la cohesión de la clase obrera industrial y el deterioro de su conciencia de clase…—, que algunos historiadores como el marxista británico E. J. Hobsbawm, han llegado a afirmar que, de su mano y en poco lapso de tiempo, aproximadamente el 80% de la humanidad abandonó definitivamente la «Edad Media» para ingresar, eso sí sin épica de ninguna especie, en los brazos de un nuevo proceso civilizatorio que, aunque ha venido recibiendo muchas denominaciones, podríamos convenir en nombrar totalcapitalismo globalizado.

Ahora sabemos que aquellos implacables procesos de destrucción / construcción —que tan intensa y aceleradamente, por cierto, también padecimos en la abominable y narcotizada España franquista, sometiéndonos al supremo valor de la modernización y la planificación del desarrollo—, eran sólo el aperitivo de un menú estrecho y largo, de un proyecto civilizador consagrado a instituir la centralidad del mercado y la racionalidad del homo oeconomicus para toda la humanidad. Ideado por influyentes personalidades políticas y económicas —entre otros, Hayeck, Friedman, von Mises, Popper, Rockefeller o los españoles José Castillejo y Salvador de Madariaga—, la minuta, que tempranamente adquirió el marbete de Neoliberalismo, fue cocinándose a fuego lento en los fogones de hoteles muy suntuosos de París, Mont-Pèlerin (Suiza) o Arnhem —Hotel Bidelberg— (Holanda), desde, al menos, 1938. Y, aunque durante los años 70 y 80 hubo ocasión de degustar audaces cócteles y entrantes para abrir boca de la mano de inspirados chefs como Pinochet, Reagan o Margaret Tatcher, los platos más sabrosos y elaborados no se sirvieron sino a partir de la década de los años noventa, cuando se comprobó que una buena porción de viejos y nuevos comensales, algunos de marcado acento eslavo, estaban predispuestos para su ingesta y feliz deglución.

Pues bien, los revolucionarios de la década prodigiosa tomaron buena nota de aquellas mutaciones y acertaron a diagnosticar que el bienestar, la prosperidad y la privatización de la existencia, lejos de ser un logro incontestable de sus mayores, estaban comenzando a fracturar y a descomponer de forma irreversible lo que la pobreza y la vida en común habían sido capaces de unir y solidificar en el pasado —algo que se entendía muy bien en el marco del análisis de la Teoría Crítica que los pensadores de la Escuela de Frankfurt y muy en particular Herbert Marcuse, venían desarrollando desde los años veinte—. Los jóvenes del 68 optaron por la revolución cuando las masas proletarias habían empezado a abandonarla.

Con su abierta impugnación de la autoridad, con su defensa de un comunitarismo libertario de viejo y nuevo cuño, los actores del 68 se presentaron como principales debeladores del Estado capitalista y de sus instituciones tradicionales —familia, iglesias, escuela, academia, partidos políticos, sindicatos…—, pero también del partido único, en los regímenes del Este de Europa. Mayo del 68 fue, como poco, un aldabonazo, una llamada de atención, una toma conciencia ante lo que se estaba avecinando; entre nosotros y la juventud de aquellos años media, nada más y nada menos, que una derrota. Sería injusto acusar a una generación de los defectos y los errores de las generaciones que la sucedieron. Quizá en ello resida el porqué de que la herencia del 68 nos resulte tan extraña y, en ocasiones, «incomprensible» —por desmesurada, impertinente e intempestiva—, como atractiva, sugestiva y necesaria.

Pero hay más. Para quienes seguimos aspirando hoy a fundamentar prácticas sociales transformadoras, es imprescindible pensar históricamente «los 68» entablando un diálogo crítico con el pasado y liberando la perspectiva. Como afirma el historiador Enzo Traverso, reconocer y recuperar el hilo de continuidad que existe entre la victoria de los aliados, la resistencia contra los fascismos y los jóvenes rebeldes de los 60 constituye un acto de justicia y un imperativo ético y político inapelables. Al igual que existe una corriente entre la victoria del socialismo en 1917 y las revoluciones del llamado Tercer Mundo, o entre discursos de la Comuna de 1871, del Foro Social Mundial o del 15M del siglo XXI. Vistas así las cosas, la herencia del 68 cobra relevancia y sentido para nuestra brega actual: ayer como hoy, la invención y expansión de organizaciones y grupos libres e igualitarios capaces de producir bienes y mensajes y de imaginarse como alternativa al actual orden de cosas, sigue siendo el mejor antídoto, el más poderoso freno de emergencia, contra los desmanes del «progreso». Hoy, la memoria de Mayo del 68 nos convoca e interpela a un desafío como especie humana: ser capaces de identificar y potenciar los elementos de contrapoder —elementos de autoactividad, de autoorganización— que nos permitan construir nuevas formas de institucionalidad, antiautoritarias, descentralizadas, despatriarcalizadas, desmercantilizadas, surgidas de las luchas, de los conflictos, del antagonismo y que estén en condiciones de socavar la institucionalidad capitalista. No es poca cosa.

II. España, mayo de 2018. En el cincuenta aniversario de «Mayo de 1968», la idea de la revolución, de cambio radical, de transformación social profunda, ni inquieta, ni entusiasma, ni siquiera preocupa o incomoda demasiado; lo cierto es que, más allá de algunos reductos insustituibles pero tenazmente vigilados, el discurso revolucionario resulta tan extraño como indiferente al campo de las distintas culturas políticas actualmente existentes. Definitivamente, en la España post-15M, la revolución no forma parte de la agenda política; pero tampoco de la de los historiadores y científicos sociales, siquiera sea como objeto de estudio, mucho menos, de la de los educadores. Y ¿qué decir de la Francia de Macron, sometida desde hace un año, al menos, a una de las versiones más paradigmáticas, audaces y vertiginosas que ha conocido la tristemente célebre «doctrina del shock» neoliberal?

Hace poco más de seis meses, el balance del centenario de la Revolución de Octubre del 17 en nuestro país no pudo ser, en mi opinión, más pobre y desalentador. Sobre todo si pensamos en las posibilidades que atesora la discusión sobre el pasado en la esfera pública, en espacios sociales y cívicos, más allá de los a menudo esotéricos, cerrados y elitistas círculos de la historiografía profesional. Con todo, en aquella ocasión la escasísima atención que el asunto mereció en los medios académicos, contrastó con la reiterada presencia, casi siempre en forma de reseña pseudo-intelectual / reflexión moral, que el acontecimiento tuvo en los suplementos culturales de las grandes corporaciones productoras de opinión —Prisa, Vocento, Planeta, Unidad Editorial— (interés evanescente y casi siempre profundamente condenatorio). Lamentable y significativamente la revolución es un tema que ni está ni se le espera en el orden del día del mundo intelectual. Más allá de algún esporádico ciclo de conferencias, encuentro o debate al hilo de la presentación de algún encomiable texto de síntesis —sirva como ejemplo La venganza de los siervos de Julián Casanova—, el centenario de 1917 pasó cuasi desapercibido para la mayor parte de la historiografía española, tal como se pone de manifiesto si se observa que ninguna de las revistas «top» del gremio de los contemporaneistas españoles —Ayer, Historia Social, Pasado y Memoria, Cuadernos de Historia Contemporánea o Hispania Nova, por citar algunas—, dedicaron monográfico alguno a la rememoración del hecho histórico más trascendente del pasado siglo. Precisamente por ello, en este paupérrimo contexto, obras corales, poliédricas y complejas como 1917. La revolución rusa cien años después, coordinada por Juan Andrade y Fernando Hernández y editada por Akal, resultaron tan reconfortantes como imprescindibles e impagables.   

Es de esperar que el aniversario del Mayo del 68 lleve un camino muy semejante al del centenario soviético; malicio que seguramente peor, pues habrá mayor espacio para el espectáculo mediático, para la anécdota escabrosa y burlona, incluso para la mercadotecnia y el mercadeo de todo tipo de gadgets conmemorativos —sin duda el descaro, la verborragia antiautoriaria, el sexo, las drogas y el rocanrol, los adoquines y la playa, venden mucho más que la Varsoviana o los soviets—. En todo caso, me interesa resaltar aquí los aspectos comunes de ambas «conmemoraciones» y en particular, las miradas que se han ido proyectando sobre ambos hechos merced a las reflexiones, publicaciones y reportajes que han venido pululando en la esfera mediática, sea en soporte impreso, audiovisual o digital. Al respecto, estimo que existen tres relatos, como se dice ahora, o tres perspectivas de análisis que aquí presento en orden de menor a mayor asiduidad y aquiescencia:

*Muy poco (o nada) queda del viejo relato laudatorio, panegirista, épico de la revolución y, mucho menos, para el caso de las revoluciones rusas, del régimen surgido de ella.

*Queda algo más, non troppo, de los «ecos nostálgicos y épicos» del relato de aquellos acontecimientos, especialmente en su fase instituyente, que, con matices, tienden a presentarse como fruto de un colosal élan emancipador que quedó malogrado y truncado enseguida por la traición de algunos de sus actores, por la incapacidad de los mismos o por circunstancias y factores externos.

*El más abundante y prolijo es el viejo relato negro y moralizante, lineal y presentista, que ve tanto en el 17 como en el 68 la materialización de un «proyecto» avieso, brutal, totalitario / enloquecido y primitivo llevado a cabo por dirigentes fanatizados / jóvenes malcriados. La sustancia de esta tesis política, con distintos grados y tonalidades que van del menosprecio a la caricatura pasando por la denigración, es la que permea el contenido de un buen número de los textos, aunque con frecuencia recurran al artificio académico de las fuentes y bibliografía. Se trata de una visión absolutamente dominante hoy en los espacios de saber-poder científico social hasta llegar a convertirse en una posición intelectual cómoda y confortable. Como digo, hay desafección y distanciamiento condenatorio en diferentes grados: entre la caricatura soez, de la mano de totólogos reconvertidos como Gabriel Albiac,  al menoscabo, más sofisticado, fino, elegante y elitista, de los Muñoz Molina hay un trecho. En ese espacio juegan sus cartas la mayoría de los historiadores de oficio situados en su olímpico «confort historiográfico», que con gran acierto ha catalogado el joven profesor extremeño Juan Andrade.

Y es que ningún acontecimiento histórico habla por sí mismo. Las revoluciones tampoco. La revolución de febrero del 17, la toma del poder por los bolcheviques, la ocupación de la Sorbona o el estallido del movimiento huelguístico de 1968 en toda Francia…, tuvieron lugar, sí, pero de formas muy poco coincidentes según quien los relató o tuvo capacidad de contarlos. Podríamos decir, que los acontecimientos cobran significaciones distintas en función de la comunidad hermenéutica a la que pertenezcamos (las de los y las historiadoras —nótese el plural— son unas más entre las muchas que existen). El nódulo de trabajo de la memoria y de la Historia —que no deja de ser una forma específica y especial de memoria— es dotar de significado (resignificar), una y otra vez, los hechos del pasado. Alguien ha dicho con razón que la función de la memoria y de la Historia es «cargar de anacronía el pasado que nos apela» (o sea: interpretarlo).

Aun en el absurdo supuesto de que sólo hubiera habido «un» Octubre de 1917 o «un» Mayo del 68…, no tendríamos acceso a él sino a través de una mirada actualizada, es decir, determinada por el presente. Sólo podemos evocarlo desde los topoi culturales que lo convierten en un momento histórico, siempre complejo, contradictorio, conflictivo, imprevisible, imprevisto. De ahí mi pleno acuerdo con quienes afirman que, en la historiografía, la neutralidad y la asepsia son imposibles, además de impensables e indeseables, y con quienes sostienen que el pasado, en verdad, no ha pasado y que su rememoración (u olvido) contribuye inexorablemente a la construcción del presente.

Si los acontecimientos viven es porque se recuerdan y si se recuerdan es porque su referente persiste con una función más o menos relevante para el presente de una comunidad. Así que no solo no es casual sino que es extraordinariamente sintomático que Octubre del 17 o Mayo del 68, como paradigmas del imaginario revolucionario, no estén, precisamente, en la agenda del pensamiento, del quehacer intelectual ni de la ética política. Jorge Alemán habla de que vivimos un momento de «duelo» del concepto revolución —hasta el punto de que «es más fácil hoy pensar e imaginar el fin del mundo que el del capitalismo»…, que es, justamente, la causa de su más que probado malestar—.

Como se ha dicho, de la mano del proyecto civilizatorio del capitalismo neoliberal, desde la primera mitad de los 70 y de forma acusada desde1989, la crisis mundial del socialismo y sus representaciones es palpable en la cultura política de todo el mundo occidental. España no ha sido una excepción a la regla. La construcción de un pensamiento único, de una cultura hegemónica —de una auténtica «estructura del sentir»— que me permito calificar como cultura política de la moderación —inspirada en valores como el consenso (o más bien asenso), la modernización, el consumo y la democracia de protocolo de muy baja intensidad—, ha conseguido dos «logros o triunfos» incontestables.

El primero ha consistido en arrebatar el discurso y la referencia revolucionaria a las organizaciones de izquierda. La izquierda, llamémosla clásica, ha ido negando, perdiendo, abandonando, relegando, suavizando sus referentes revolucionarios —eso y no otra cosa hicieron el PSOE y el PCE durante la Transición española cuando, simbólicamente, renunciaron, respectivamente, al marxismo y al leninismo—. Lo peor es que la pérdida de referentes ha devenido en el desenvolvimiento de prácticas y culturas políticas que han ido deslizándose desde el reformismo al gradualismo, desembocando ora en la integración y aceptación plena del estatu quo, ora en una creciente dislocación de la praxis política. La revolución se ha quedado sin mentores, sin conciencia y sin organización.

El segundo es de mayor calado si cabe, porque, además, ha ido de la mano del anterior. Ha consistido en incrustar una mentalidad social temerosa de los cambios, condescendiente, acomodaticia y consumista (que pasa, además, por civilizada y democrática). El rechazo a la idea de revolución (entendida como transformación radical de la sociedad, estallido imprevisible de esperanza con violencia, «asalto a los cielos», «vuelta a la tortilla»…) ha ido ganando terreno hasta el extremo de que es concebida como una suerte de pulsión antinatural, que va en contra de la naturaleza humana y de la Historia, del homo oeconomicus y del mercado —sobre esto último siguen siendo muy recomendables las páginas de La gran transformación del gran Karl Polanyi— como un peligro nocivo y tóxico. Así, la revolución se ha rodeado de estereotipos negativos —anacronismo, desconfianza, autoritarismo, desorden, violencia y destrucción, parálisis y estancamiento, uniformización, adoctrinamiento, distopía indeseable…—. Desnaturalizada y deshistorizada, devastada la posibilidad siquiera del sujeto colectivo en la era de la psico-política, la revolución se ha quedado sin sujeto: no tiene quien la escriba.

Termino. Quiero creer, con todo, que la guerra no está perdida. Por eso sigo pensando que, en la actualidad y frente a una derecha neoliberal cada vez más asertiva y sin complejos, resulta más urgente que nunca repensar las revoluciones, a la luz del presente incierto y desolado en que vivimos, para seguir aprendiendo de ellas y alentar la construcción de narrativas alternativas y emancipatorias. Deberíamos reconsiderar las revoluciones del siglo XX, en especial la del 17 y la del 68, como grandes laboratorios desde el que pensar la acción social y sus posibles bifurcaciones, donde, como nos recuerda el historiador Enzo Traverso, muchos de los caminos que ni siquiera llegaron a recorrerse en sus primeros pasos quizá no se hayan perdido para siempre. En la «apuesta» por recuperar y recomponer ese hilo rojo de la historia que vincula la Revolución Francesa, con la Comuna de París y con las que nos han venido ocupando en estas páginas, tanto los historiadores como los profesores de Historia tienen (tenemos) un papel importante que desempeñar. Porque, como decía el llorado poeta Galeano: Hasta que los leones tengan sus propios historiadores, las historias de cacería seguirán glorificando al cazador.

Pensar las revoluciones: actividades propuestas

  • Historia Contemporánea: identificación de alusiones y contextualización
  • Filosofía: identificación de ideas y contextualización
  • Historia, Filosofía: elaboración de una síntesis y/o esquematización del contenido